Y después de una borrachera tamaño Satanás en pleno centro de Vancouver los volví a ver. Una borrachera que, según yo, no iba a suceder debido a mi debilidad y falta de sueño. Era un viernes después de clases. Toda esa semana la había (sobre)vivido con ayuda del café, y en un constante estado de zombificación que no he entendido. Realmente no tuve una gran cantidad de trabajo, simplemente había algo en mí que hacía mis movimientos débiles y torpes y mi caminar lento y confundido. Había momentos en que simplemente me quedaba minutos perdido en un limbo blanco, azul, verde o negro de una pantalla de laptop.
Ok, después de esa borrachera tamaño Satanás en pleno centro de Vancouver los volví a ver. Y digo tamaño Satanás porque realmente lo fue. De hecho, todas las borracheras que se agarran en Vancouver en viernes son, irremediablemente, tamaño satanás. Si las obligaciones acaban a las 4pm o más temprano, a esa hora estamos en el bar que más se antoje pidiendo el primer pitcher. Esa noche empezamos un poco antes de las 4, en uno de los bares más baratos del área. Hubo de todo tipo de pláticas. Que si estábamos muy jodidos; que si todos necesitábamos dormir; que si nos vamos a Vancouver Island el siguiente fin de semana; que si hay compañeros hijos de puta mala vibra; que si soy socialista; y que si me inspiré en el Che para mi look. Son escritores, pero cómo hablan los cabrones.
Bueno, después de esa borrachera tamaño Satanás en pleno centro de Vancouver los volví a ver. Ya los había visto hacía algunas semanas, era o sábado o domingo, no hay de otra. Pero en un sábado o domingo me di cuenta que Vancouver era una ciudad de condones. Tal cual. Había condones por todos lados. Había uno rosa pegado en un barandal por el Waterfront, había otro amarillo tirado en la calle rumbo a una pizzería que me cobra $3.50 por dos rebanadas y una coca. Había muchísimos más tirados por los alrededores de Gastown, transparentes, podridos, frescos, rotos. Estaban en todos lados, como el Saba de Y Tu Mamá También. Pero hubo uno que me llamó mucho la atención. Estaba en la calle Melville. Se trataba de un condón amarillo muy intenso, que se veía como si se acabara de desechar, sobre la acera, con el anillo doblado hacia la calle, chorreando semen. El semen se colaba por una pequeña grieta en el pavimento. Se me hizo una imagen sacada de The Wall.
Entonces, después de esa borrachera tamaño Satanás en pleno centro de Vancouver los volví a ver. Ahí se develaban ante mí, en un camino paralelo al mío. Todo mundo caminando por el centro, pisándolos, pateándolos, arrastrándolos y suprimiéndolos. Ahí estaban, pero se movían. La gente los movía. No los dejaba establecer su colonia condonística. Entre esas calles en construcción los condones eran víctimas de incontables abusos.
Pero al doblar por Melville no tuve opción más que pararme a admirar. De una grieta en el pavimento pegada a la acera, salía un delgado tallo verde que terminaba en una extraña flor. Sobre la flor estaba, limpio, sin molestar, un condón amarillo muy intenso.
lo curioso es la predilección por el amarillo.
ResponderEliminarNo que se me antoje ver, pero creo que sería una excelente serie fotográfica el retrato de todos estos condondes intentando formar su colonia.