viernes, 17 de septiembre de 2010

Ocaso

El viejo salió con su mirada pesada, añeja y nostálgica. Se espantó unas cuantas moscas que le estorbaban. Bajó el pequeño escalón de la entrada. Era un pequeño escalón, sí, pero para él era un reto físico impresionante. Se apoyó del marco de la puerta, inspiró fuertemente, y puso el frágil pie abajo. Se dió un pequeño masaje en el muslo, y después bajó el siguiente pie. Su camiseta de tela podrida y neja llevaba las huellas de un pasado en que había un interés político. Un pasado nebuloso, nejo, podrido. Su pantalón de pana estaba ajustado con un mecate grueso para no caer de esa cintura que iba desapareciendo con el paso de los años. Observó el horizonte que se extendía hacia tierras que jamás conocerá. Allá, a lo lejos, está lo que no tiene nombre, pero de una manera u otra existe. Y ahí, detrás de él, en esa cabaña que está a punto de caerse por los golpes del sol, la aridez, y los imparables segundos, está todo lo que tiene nombre, pero de una manera u otra no existe.

Junto a la alta palmera que se mostraba imponente frente a él, el viejo vió una escalera de madera vieja, seca, y débil. La cargó con las pocas fuerzas que le quedaban y cuidadosamente apoyó la parte final sobre el techo de la cabaña. Observó hacia el techo. Enfocó sus arrugados párpados hacia la meta que se acababa de trazar. Eran unos cuantos escalones. Pensó en todas las cosas que sus 93 años de edad le impedían realizar: ya no podía lijar esa escalera que ahora le había rasgado las manos; ya no podía levantar cualquier miembro de su cuerpo sin evitar un constante temblor; ya no podía rezar las oraciones que su madre le había enseñado; ya no podía pensar en un futuro, pues éste ya lo había alcanzado y rebasado.

Acarició los bordes de la escalera. La empujó tan bruscamente como pudo. Algunos crujidos le anunciaban un posible fin trágico. Sonrió un poco. Miró por la ventana hacia adentro de la cabaña. Sus ojos brillaron y se llenaron de una súbita juventud. Envió un beso hacia el interior, volteó hacia su objetivo, y escaló el primer peldaño. Fue más fácil de lo que esperaba. Crujidos. Otro peldaño. Una brisa de aire cálido y asfixiante que traía los olores de la muerte que lo rodeaban. El olor a reses muertas y podridas debido a la sequía. El olor a zorrillo. El olor a humedad proveniente de su alberca vacía, llena de lama y con agua estancada dónde saltaban innumerables sapos.

Y en estos pensamientos se perdió cuando de pronto ya estaba en la cima. Apenas dos metros y medio, pero el se sintió en la cima de la loma más grande que podía ver desde el techo. Se sintió en la cima de su mundo. Y ahí estaban dos mecedoras, una mesa de madera, y sobre ella dos copas con las huellas de un vino hace mucho tiempo degustado. En frente de las mecedoras y la mesa de centro, se encontraba una improvisada jardinera llena de flores. Flores que parecían ser lo único fresco, jóven, y vivo en ese ambiente agónico. El viejo sonrió. Se sentó en la mecedora de la derecha y con nostalgia miró hacia la mecedora de la izquierda. Y después hacia la jardinera, y después hacia el horizonte. Aquel horizonte misterioso.

Un aleteo alucinante se dejaba escuchar desde los cielos. El viejo volteó y sonrió hacia los cuervos que no dejaban de sobrevolar alrededor de la cabaña. Encendió un cigarrillo envuelto en hoja de maíz y al darle el primer toque tosió violentamente. La reacción al cigarrillo hizo que de su boca escapara, involuntariamente, una plasta en dónde se mezclaba saliva y mucosa llena de sangre, y aterrizara en el interior de la copa que estaba de su lado. El viejo se preocupó en que la copa de la izquierda no se hubiese manchado. La limpió delicadamente con su camiseta y la devolvió a su lugar. Se levantó de la mecedora, le dió otro toque al cigarrillo, controló el impulso de toser, exhaló el humo que empañó la imagen de los cuervos, y se dirigió a la jardinera. Arrancó todas las coloridas flores, las juntó, y las apretó fuertemente, sin importarle que las espinas perforaran sus ajadas y callosas manos. Las olió. Se escuchó un crujido fuerte y su mundo se movió, la jardinera se desplomó, y con ella, él; y con él, los cuervos sobrevolaron mucho más bajo.

Las flores se mantenían igual de vivas, igual de hermosas, apretadas por las manos de aquel viejo que no se dolía de sus piernas que dejaban exhibir sus huesos fracturados. El anciano, rodeado de escombros, sólo miraba fijamente hacia la puerta. Se arrastró. Se arrastró con la mayor rapidez posible. Respiraba con dificultad. Llegó hacia la puerta, la abrió, y se siguió arrastrando hacia el interior de la cabaña.

"Todo bien, Leonor. El rancho está tan vivo como siempre. Y tus flores se dieron más hermosas que nunca." Y el viejo se arrastró hacia Leonor. Y le espantó las moscas que volaban a su alrededor, y se posaban sobre su piel acartonada, verdigrisácea. Y el viejo le sonrió, al momento que ponía el ramo de flores, llenas de su sangre, sobre el hermoso vestido esmeralda de Leonor. Y con la reserva de energía en sus brazos, se sentó al lado de ella, y la tomó de su mano que ya no tenía uñas. Y la besó. Y tomó el peine de su bolsillo y la comenzó a peinar, sin poder evitar traerse gran parte de los cabellos ceniza, muertos de Leonor. Y le besó la frente. Y se recostó sobre su hombro. Y tosió. Tosió mucho, mientras la abrazaba y cerraba los ojos.

Y los cuervos afuera aleteaban enloquecidos y emitían sonidos que se perdían en el limbo donde no queda nadie que escucharlos.

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Inspirado en la mini misión "Flowers For The Lady" del juego Red Dead Redemption, de Rockstar Games.

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