miércoles, 24 de agosto de 2011

Los Festejos Rotos

Salí de la puta cantina esa como cada puta temporada: con los ojos acuosos de coraje y el corazón a rajamadres. Se me ocurrían chingos de cosas pero nada parecía factible y mucho menos suficiente. "Los superlideratos no dan estrellas, títere", dijo uno de los pseudo-rayados usuales, esos entes cuyas palabras ya perdieron todo peso. Al salir a la calle con el calor sofocante de un Monterrey en el que día y noche ya son lo mismo, me imaginé como esperma cobijado por el escroto de mi padre. Debí haber sentido en ese entonces  -hace poco más de 29 años- lo que es un festejo apasionado, alcoholizado, y desenfrenado. Un festejo que fue el último de su magnitud, y que cuando me convertí en embrión-feto-hombre comenzó la imposibilidad eterna del mismo.

A unas cuadras, cerca de la Macroplaza, se escuchaban unos estallidos potentes, estallidos que -si no hubiera nacido yo- serían de celebración. Estallidos color oro y azul que significaban una felicidad desbordada. Ahora esos estallidos son usuales, son de a diario, son de lugar común. Son la melodía regia y significan, en mayor o menor medida, llanto y sangre.

Llevaba conmigo la última caguama de la noche envuelta en una bolsa de plástico corriente, muy delgado, de esos que se estrían al no poder con el peso de su interior. Mientras caminaba, el estruendo a la distancia evocaba mis épocas de niñez, cuando iba al estadio y se oía algo parecido ante cada gol de mi equipo. La cerveza caía de los cielos, las banderas -que en ese entonces eran cienporciento bienvenidas a los estadios- ondeaban formando un mar con olas textiles, y un grito colectivo formaba la presión suficiente para que aquél volcán eruptara violentamente. Eran épocas de Gasparini, de Alejandro Fabio Lanari, de Almaguer, del Toqui Castañeda, y de miles de aficionados que no preveían la sequía de triunfos que le quedaban por delante. Para mi, cada victoria, así fuera en partido amistoso, era un campeonato. Y háganle como quieran.

Hoy las cosas son diferentes. Ya no soy el niño que puede ir al estadio cada quince días.  El futuro que mi padre construyó para su hijo ahora se ve muy lejano. Un futuro que lo tuve en las manos y se desprendió entre mis pasiones y estupideces. Ahorita el dinero es para mis 4 hijos -todos rayados que han visto dos o tres campeonatos de su equipo, según el caso- y para mi alcohol. Veo a mi equipo religiosamente cada fin de semana, siempre con una cerveza obscura frente a mi y toda la seguridad de que, sin importar los jugadores o técnico en turno, ese partido será diferente. Que cambiará la historia, y detonará en mi equipo una garra y ambición inéditas desde aquellas grises épocas en las que yo, como vulnerable esperma, vibraba en el interior de mi padre.  Vibraba con las detonaciones de felicidad.

Las detonaciones. De felicidad.

Ahora una vibración se sentía en mi mano como si cada segundo fuera un minuto. Cuando volteé al piso vi mi caguama partida en mil pedazos... la bolsa rota, aún en mi mano... seguí caminando. Me aferré a la bolsa como si todo, todito, se pudiera componer. Y un líquido dejaba una estela de mi camino. Un camino eterno, un camino que a cada paso empañaba más mi destino. El puto destino de un puto perdedor.

Y el líquido me seguía. Cómo no te voy a querer, putamadre.

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